lunes, 25 de abril de 2011

Las piedras del camino


Sábado, aproximadamente 2:30 a.m. a pocas horas de salir al trabajo para dictar un taller, de repente un dolor intenso del lado izquierdo del abdomen, no es el apéndice, no son gases (por la magnitud del dolor tendría que haber sido todo el yacimiento de Camisea), no es una indigestión (ni comiéndose una vaca entera), entonces qué demonios es ese dolor que se siente como si te taladraran la parte baja del vientre y parte de la espalda con una broca al rojo vivo.
Algunas horas y varias ampollas de morfina después me enteré, entre la somnolencia provocada por una cantidad de analgésico similar a la que se usaría para dejar privado a un elefante durante una semana y las alucinaciones propias de esos mismos analgésicos, me enteré de que era el orgulloso poseedor de cálculos renales. Pero de cuándo acá cálculos si a mí nunca me gustaron las matemáticas pensé, pues sí, cálculos, uno en particular que quería salir, pero como al igual que yo, la bendita piedra era de tamaño generoso sumado al hecho de que (según me comentó el doctor luego) el conducto por el que pretendía salir era más estrecho de lo normal, me generaba un dolor similar al que debió sentir mi mamá cuando nací pesando el módico peso de 4 kilos 200 gramos.
Las personas con las que conversé (algunas de las cuales también pasaron por este insoportable dolor) luego de todo el alboroto me dicen que luego del parto, ese es el dolor más fuerte, seguido por el dolor de muelas, el cual dicho sea de paso también he tenido, y la verdad que sí, no había posición alguna en la que el dolor sea siquiera manejable.
Una vez internado y enterándome que iba a perder mi virginidad en lo que a operaciones se refiere, ya que hasta ese momento estaba invicto, no quedó más que la famosa “resina”, resignación que le dicen, pero cualquier cosa con tal de que pare el bendito dolor que no disminuye con nada.
Al fin de cuentas se puede decir que salí bien librado, aún cuando la operación que supuestamente debió durar 1 hora y media terminó durando 3 horas, lo que significa que durante algunos minutos pude ver cómo los doctores trataban en vano de sacar la caprichosa piedrita, que ni era tan piedrita ni tan dichosa, más aún si consideran que el conducto por el cual debía de salir era más estrecho de lo que debía ser (por eso dolía como si el demonio estuviese metiendo candela.
Otro motivo más para considerar al final el balance positivo es que a raíz de este “ligero dolor”, pude bajar de peso 10 kilos, que de otro modo hubiese sido casi imposible perder y además mi consumo de gaseosa se ha reducido considerablemente y ha aumentado mi consumo de agua o jugos de fruta natural, lo cual va a favor de mi ya bastante maltratada salud.